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Karin Godnic sobre «Agua o niño que corre», de Eugenia Coiro

Verdeoscuro

Por Karin Godnic

De modo que esto es la orilla.
(…)
La revelación
oculta bajo el agua
la distancia invisible
imposible.

De modo que esto es la orilla. Un borde impreciso. Un contorno que se dibuja y se borra. Se dibuja y se borra. La última porción de tierra antes de tocar el agua. Las grandes aguas, inmensas, hondas. Las aguas quietas que dan miedo. Las aguas indómitas, irrefrenables, peligrosas. Aguas tan profundamente bellas como enigmáticas. El río. La laguna. El mar. Nos imantan. Nos atraen.

«Agua o niño que corre» nos sitúa ahí, en la orilla. En esa última franja, donde el terreno ya empieza a ablandarse, a humedecerse, a hundirse, a mezclarse, a fundirse, a hacerse fondo. Hondo. Nos sitúa ahí. Lejos de todo. De los hombres, de las casas, de las sillas y las mesas. De nuestra cama. Lejos de los libros, de las luces de la ciudad. Lejos de todo lo construido. Para nuestra comodidad y seguridad. Nos deja solos. Parados al borde de un mundo ininteligible, regido por leyes inasibles, sometidas todas las vidas a las arbitrariedades de la naturaleza.

Los más pequeños habitantes del mundo acuático se mueven allí, cerca de la orilla, donde las aguas no son tan profundas. Renacuajos, mosquitos, diminutos peces. Allí gozan de «cierta seguridad». Escondidos entre juncos, algas, ramas caídas, deshechos y piedras. Hay adónde esconderse. Las criaturas más grandes y peligrosas no llegan hasta ahí. Necesitan más espacio, nadan en aguas más hondas.
Claro que la tierra también esconde peligros y amenazas. Aves, reptiles. Patos. Sapos. Insectos.

La orilla como una encrucijada. Un límite. El lugar fronterizo donde se detienen aquellos que vienen huyendo, porque «hasta ahí llegaron». Es un sin salida. La amenaza por delante y por detrás. Lo inmenso. Lo imposible. Todo es desmedido.
Atrás, los matorrales. El bosque de los grandes árboles. La vegetación densa como una gran mole verde levantada a nuestras espaldas. Si se abre un claro, un estrecho sendero por dónde escaparnos, será para perdernos.
En frente, las aguas. Como un enorme y perfecto espejo. Como una pregunta difícil. No sabemos nada de ella. Solo se nos muestra un borde tan mínimo, tan ínfimo… Es como si la naturaleza se esforzara por desviar nuestra atención de sus misterios más profundos. Retiene nuestra mirada en la superficie. En el bello paisaje. El cielo azul. Los infinitos reflejos. Las ondas que dibuja la brisa suave. Los mosquitos patinadores. Un ruido y un movimiento en el agua. ¿Qué fue? No vimos nada.
Un silencio infinito. Tenso. Intimo. Sostenido. El canto de un ave. Un croar. El sonido del viento, de la brisa. Ni un grito. Ni un llanto. Ni una palabra.

No sabemos nada.
Solo el amor y la muerte, dos extraordinarias, misteriosas y poderosas fuerzas, nos darán el impulso para saltar al vacío. Una tentativa de cruzar el umbral para develar que hay detrás, que hay debajo. Luego deshacernos, disolvernos, transformarnos. Devenir.

Muerte y metamorfosis

el niño no reza
no sabe
no sabe madre
no sabe mundo
solo sombras o algas
solo un sueño que insisite
en pesadumbre
una consistencia verdeoscura
algas delante de los ojos
nublando la vista


En «Agua o niño que corre», desde el principio, la muerte es dibujada en el seno del agua como un hondo agujero. Niños que nacen muertos son entregados por sus madres a la corriente del río, restituyendo a la Naturaleza aquello que solo la Naturaleza puede soportar.
La orilla está poblada de niños. Niños muertos o a punto de morir. ¿De qué? ¿Por qué? Niños como fantasmas que deambulan. Huecos, vaciados. Niños somnolientos de espíritu ausente. De espaldas. ¿Están despiertos? ¿Estamos despiertos? «Agua o niño que corre» comienza haciéndonos testigos de las escenas más terroríficas. Como una sucesión sin pausa de las más horrendas pesadillas. Algo así como extraer de cada uno su miedo más profundo y colocarlo ahí de nuevo ante él, muy cerca. Esos primeros terrores de la infancia. Voy a morir, me atacan, me persiguen. Caigo. No puedo hablar, estoy mudo, abro la boca y el sonido no sale, no puedo gritar, no puedo moverme, no puedo correr. Niños perseguidos. Amenazantes. Amenazados. Niños muertos. ¿De qué se ríen? Niños solos. Niños rotos. Niños testigos. Víctimas y verdugos. Asesinos o asesinados. Niños presintiendo confusamente que así será la vida: llena de cosas extrañas, horribles, indecibles. Una amenaza que crece como un Gran Monstruo proporcional a nuestro Gran Miedo. Infancia y muerte. Terror y delicadeza. Un suave espanto se apodera de nosotros. La dulzura y el horror. La vulnerabilidad y la perversión.

Floresta. Karin Godnic
Niños muertos. Entregados al agua que arrastra, al río que lleva, que tapa, que rompe, que vence, que esconde. Arrojados a su devenir, río abajo, sin quejas ni lamentos, callados los cuerpos, se dejan llevar. Por la corriente. La gravedad de las piedras. Caen. Ya abierta la grieta, la abertura, el hueco. Se abisman. Se hunden. Suavemente y hacia abajo. Se deforman. Se desarman. El niño deshecho / corre río abajo / los fragmentos / cada desecho ínfimo. Se disuelven. El niño deshecho ya no llora porque es uno con el agua.

La escena metamorfoseante guarda en sí un lastre, una densidad, una lentitud, un germen. Una fuerza irrefrenable que empuja hacia abajo. Rompen el cristal, la superficie. La atraviesan y descienden lento abajo abajo abajo buscando en la profundidad de las aguas lo que esconde el espejo- reflejo arriba. Abajo/ el negro azul o verdoso marrón de la nada. No son corrientes de aguas claras. Tal vez sí, solo a veces, tibias. Esta es un agua muy especial. Más honda, más lenta, más pesada, muerta- viva, dormida a punto de despertar.
Oscura.
Es difícil que el agua oscura se aclare.
Se tira mucho cloro en las piscinas para que el agua no se pudra. Acidos, líquidos tóxicos y venenosos. Para mantener el agua limpia y transparente. Un par de semanas sin cuidados son suficientes para que el agua comience a «verdearse». Y en unos pocos meses, ya es imposible ver el fondo. En un año, un lecho de podredumbre verdeoscuro crece en lo más hondo. Alimento y guarida. Lo muerto y descompuesto. Lo pequeño y lo naciente. Mosquitos, renacuajos, hojas podridas, ramas, frutos, cucarachas. Crecen. Se reproducen. Llegado a este punto, hay que vaciar completamente la pileta para volver a llenarla de agua limpia. Barrer el fondo, cepillar el verdín pegado en las paredes, en el piso. Patinoso. Gelatinoso. Olor a musgo y a fango. Limpiar, «clarear» las aguas será también dar fin a esa vida que crece oculta, secreta, en la oscuridad. Matar los frutos. Los hijos. Los huevos. Las larvas. Un crimen.
Imaginemos la dificultad de vaciar un río. O una laguna. Dragarlos. Limpiarlos completamente.
Jamás un agua oscura se aclara.

Y el huevo crece
protegido de la luz
acunado
frío
solo
único
en la profundidad
en la diversidad de la vida acuática.


Un amor extraordinario

Una mujer espera en la orilla de la Laguna.
«Me pregunto donde surgirá/ cuando/ el Otro, el gran monstruo»
En el borde, mirando hacia adentro, la mujer duda. Hace cálculos. «¿Me quedo?/ Para siempre un poco diez minutos es un montón ¿cinco?». Junta valor. Está sola. De pie en la orilla. Lucha contra la propia voluntad de acercarse a lo incierto, lo imposible, lo inaccesible del Otro. Está sola. Espantada. Enamorada. Conoce el miedo. Conoce el riesgo. El único amor posible es el amor mortal que se esconde en la laguna. «Dar un paso es aventurarse».
«Me inclino y busco/ pacientemente/ algun indicio/ una pequeña huella».
Un movimiento en el agua, una sombra, casi imaginaria, deja como rastro el espanto de algo grande y vivo allá abajo. Técnicamente invisible. Recóndito. Vago. Un secreto de la «vida natural». Ve sus ojos como mandíbulas. Obedece. Hay una mirada a la que no podemos resistirnos. Abre las aguas. Entra. Cree en lo increíble.
Finalmente, algo se desencadena en ella. Salta desde el borde. Se des-borda. Cae en el Otro. Está enamorada. Imantada. Hipnotizada. El agua brota, se expande. La masa del océano informe. Aquí sí que hay muuucho lugar. Ahí estaba. «En el mar, absorbida, perdida». Es tragada, devorada, engullida, fecundada por pura fascinación. Fertilizada. Desmayada de amor. Vaciada. «Completada/ llenada». ¿Está muerta? ¿Está viva? «Su cuerpo ha desaparecido.» (…) «El mar como una madre arrastra todo». El mar de fragancia masculina, «la espuma esperma». «El mar lo es todo». Una fusión perfecta, como un estado de gracia. «La soledad disuelta/ en comunión áspera/ incomprensible». Todos los sentimientos se despliegan sin forma, sin esqueleto, sin bordes. Todo lo difuso, lo indefinido, lo que aún no está formado. «el agua viva inmensa/ unidad/ penetraenvuelve».
Sale del agua chorreando, goteando los cabellos, como un náufrago. «Está viva».
El y ella. La bella y la bestia. El monstruo y la doncella. Se funden. Se confunden. Los amantes se confunden al mirarse a los ojos. Se creen iguales. El «se vuelve de forma casi humana cuando la ve». Ella dice «Soy un monstruo/ el espejo miente o atrasa cuando me devuelve humana».
Todo ser humano espera al animal que lo acecha en las aguas profundas que él mismo ha sido.
¿amor?
¿destino?
reflejo
reproducción de la vida
lo vivo en mí
lo animal

Quien acepta el misterio del amor, acepta el misterio de la muerte. La vida nos sobrepasa, es mucho más grande que nuestro destino. Este libro de Eugenia Coiro deambula por la orilla, con el deseo de diluir los bordes, traspasar las fronteras entre lo humano y lo animal. Lo animado y lo inanimado. Lo poético y lo narrativo. Lo bello y lo monstruoso. Nos abisma en aguas profundas, plagadas de secretos, estremecimientos y metamorfosis. Aguas que dibuja la Muerte y la Vida, la Belleza, el Horror y la Fascinación, el Amor, el Deseo, y al fin, la Unidad. Todos los ríos se adentran eternamente en el mar.
Agua o niño que corre indaga en el misterio, sin traicionar el milagro.


Karin Godnic, 2014.