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Crónicas Viajeras

Esto es Cartagena, por Gabriela Aristegui

Quiero escribirle a Cartagena las palabras más bonitas del mundo. En realidad, quisiera vivir en sus letras. Estar acá todo el tiempo que sea, en estas callejuelas. Transitar por este cuento. Pero sé que eso toca lo imposible, roza lo irremplazable. Mas bonito que esto no creo, no puedo.

Asisto a este realismo mágico, me sumerjo. Porque todo en ella es color: la santa rita en sus balcones, el empedrado y sus caballos.

Cartagena es “Gabo”, el escritor.

Sus historias coloniales que se pierden en los jirones de la memoria. Todo en ella son leyendas que penetran en la humedad de esa intensa ciudad amurallada, que yo escribiría amourhallada, con ese estilo que tengo de inventar palabras.

Si hasta tiene como símbolo a una mujer: La India-Lengua Catalina. Ella, una heroína que trabajaba la palabra entre indios y españoles. ¡Ahí la tenes, ahí esta!

Portones patinados, ese turquesa por ejemplo, que fotografío cada vez que voy, con el pintor abstracto que esta en su frente.

 

Y me es imposible no pensar en esa “crónica”, que recuerdo casi de memoria:

 

“El día en que lo iban a matar, Santiago Nasar se levantó a las 5.30 de la mañana para esperar el buque en que llegaba el obispo. Había soñado que atravesaba un bosque de higuerones donde caía una llovizna tierna, y por un instante fue feliz en el sueño, pero al despertar se sintió por completo salpicado de cagada de pájaros” 

 

Cartagena es virreyes, arzobispos, mujeres apasionadas enamorándose del hombre equivocado. Calles que tienen nombres terribles como “angustia” “soledad” y otros corredores que me agradan aún mas,  “calle de las damas” por ejemplo.

 

Eso es Cartagena.

 

Es un “amor en los  tiempos del  cólera” donde los síntomas del enamoramiento son confundidos con los de la enfermedad. (Como no amar a esta ciudad).

Y… una camina y se encuentra con un tal Florentino Ariza y lo imagina locamente enamorado de Fermina Daza. Y una fantasea con  el recorrido de esas cartas  entre el colegio de “la presentación” y el final de esa calle arbolada derecho hacia al fondo, camino abajo.

 

Y… recorro y me imagino la invasión de mariposas amarillas. Pienso que tendría que haber traído ese texto viejo que tengo desde chica. Leer en voz alta con mis amigas el último párrafo de “cien años de soledad”. Creo que seria un momento sublime como lo fue esa tarde de domingo en que termine ese libro, tarde que aún recuerdo…

 

Y hoy releo, y  fantaseo:

 

“. . . En este punto, impaciente por conocer su propio origen, Aureliano dio un salto. Entonces empezó el viento, tibio, incipiente, lleno de voces del pasado, de murmullos de geranios antiguos, de suspiros de desengaños anteriores a las nostalgias más tenaces. No lo advirtió porque en aquel momento estaba descubriendo los primeros indicios de su ser, en un abuelo concupiscente que se dejaba arrastrar por la frivolidad a través de un páramo alucinado en busca de una mujer hermosa a quien no haría feliz. Aureliano lo reconoció, persiguió los caminos ocultos de su descendencia, y encontró el instante de su propia concepción entre los alacranes y las mariposas amarillas de un baño crepuscular, donde un menestral saciaba su lujuria con una mujer que se le entregaba por rebeldía. Estaba tan absorto, que no sintió tampoco la segunda arremetida del viento, cuya potencia ciclónica arrancó de los quicios las puertas y las ventanas, descuajó el techo de la galería oriental y desarraigó los cimientos. Sólo entonces descubrió que Amaranta Úrsula no era su hermana, sino su tía, y que Francis Drake había asaltado a Riohacha solamente para que ellos pudieran buscarse por los laberintos más intrincados de la sangre, hasta engendrar el animal mitológico que había de poner término a la estirpe. Macondo era ya un pavoroso remolino de polvo y escombros centrifugado por la cólera del huracán bíblico, cuando Aureliano saltó once páginas para no perder el tiempo en hechos demasiado conocidos, y empezó a descifrar el instante que estaba viviendo, descifrándolo a medida que lo vivía, profetizándose a sí mismo en el acto de descifrar la última página de los pergaminos, como si se estuviera viendo en un espejo hablado. Entonces dio otro salto para anticiparse a las predicciones y averiguar la fecha y las circunstancias de su muerte. Sin embargo, antes de llegar al verso final ya había comprendido que no saldría jamás de ese cuarto, pues estaba previsto que la ciudad de los espejos (o de los espejismos) sería arrasada por el viento y desterrada de la memoria de los hombres en el instante en que Aureliano Babilonia acabara de descifrar los pergaminos, y que todo lo escrito en ellos era irrepetible desde siempre y para siempre, porque las estirpes condenadas a cien años de soledad no tenían una segunda oportunidad sobre la tierra.”

 

Cartagena es inventarme cada vez que pueda. Renacer sin miedos.

Caminar en su rocío con los rulos al viento, con ropas ligeras, despojada de todo.

Trasformarme. Sentirme “Gaba”.

 

Eso es Cartagena

 

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