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Ana Arzoumanian en La Otra * 5/6 en el Museo del Libro y de la Lengua

La soga

con la que se ahorcaron

las niñas

en las plantaciones.

Yo, una negra

consumida

a latigazos.

Todas las mañanas

del mundo

yo

un pueblo vencido

asisto

al nacimiento

de una nación.

Deformaciones.

Una negra

que no duerme nunca

toda entera.

Escalones de vidrio laminado,

madera bávara

y mármol rosa,

ventanas triangulares

dispuestas como escamas

y la negra

a la deriva

en un extravío

que la derrumba.

La negra ve a Joseph Brodsky

en el Russian Samovar

tomando vodka casero.

Ve

el movimiento de lo que no vive.

En el extremo del decorado

alguien pide mero

con corteza de pistacho y anís.

Las imágenes tiemblan

como los negros tiemblan,

no saben cómo

salir de la película.

Algunos disparan

contra la pantalla

donde se presenta

el nacimiento de una nación.

Paso toda la noche

mirando siluetas,

los perfiles de las negras,

una anónima aventura africana,

la flagelación

de la revuelta negra en Surinam.

Y aprieto,

porque las negras saben

cómo aprieta

el mar.

Fragmento de Káukasos

***

 

La maldita desgarradura,

el abandono de la voz.

El mismo zumbido

de mezquitas viejas.

Y otra vez el vacío

como reguero de cables

en la torsión del cuello.

Sentada debajo de la mesa, espero.

Cuando tu lengua

amasa besos en otra boca

todo el cuerpo que se agacha, duele

de El ahogadero

***

No hay manera de salir

de la síntesis del relato;

alguien cede.

Alguien contra la pared,

en el grito sordo de las cosas, se reduce

a quietud de pasillos, de zanjones,

al resudar de sábanas en la siesta.

Alguien aturdido gira, no sabe

cuánto tiempo pasa dónde

cuando cede.

Así, como interrupción del hambre

se distancian las piernas,

en un aire continuo, invariable;

tan calladamente pegajoso

como líquido espeso de arena

que se empasta en la lengua, vela

el cuerpo desnudo;

la inexorable trampa

de las uñas rasgando

la pollerita cerrada.

de Debajo de la piedra.

***

No llores; no tengo leche. Opaca, viscosa, y con ese olor. Es una secreción como el agua de buche de las palomas. Ácida. Puedo machacar almendras o pepitas de melón. Me levanto de la cama, bajo unos pasos, voy hasta la cunita. Vuelvo. Y hace frío. Y mi camisón está seco. Mejor. De todas formas es un zumo blanco. Y yo resbalando, cayendo por el barranco. Mi taza vacía no te aplastará la nariz. Mis venas no se azulan ni se oscurecen las areolas. No tengo grietas. Un portapezones. Un cucurucho. La profilaxis de las comadronas, la ducha de agua caliente, la cánula y el aspirador dan el mismo veredicto. ¿Hay tetas? Y para qué. Es mejor no sentir la ventosa láctea. Cuajados grumos gruesos colman la llamarada, el alarido; la distancia del paladar. La mandíbula y tu lengua como codos, como vértebras, como caderas acalambradas. Tu lengua estirándose de rodillas en la contracción del hambre. No muerde la lengua, bebe.

de Mía.

***

Buscame en el paredón. Allí, en las murallas de la ciudad de Kaffa; allí donde los tártaros capturan cadáveres infectados; allí en el año 1346. Buscame donde se arrojaban las cabezas de los soldados cautivos; sobre los muros de las fortificaciones. En la ejecución. Cerca del fusilero de montaña; pero del otro lado. Cerca del soldado de infantería. Del otro lado. En el charco. Descruzo las piernas, la blandura abundante de la pared no te retiene. Hay un derrame como de saliva aspirada. Descruzo las piernas. Me bajo de la cama. Se evapora. El charco que limpio con un trapo. Sobre el piso. Buscame en el paredón. En el char­co sobre el piso, como práctica fenicia adorando el sexo del sacerdote. Y un derrame de saliva, y la muerte de cristianos en el año 203, y los pies que se nos enfrían. ¿Acaso, ese charco, lo habremos hecho juntos?

Algo que no se ve se ve, que no está está, que no pasa pasa. Algo se retuerce en hélices, forma un cordón. Una tela a lo largo de un alambre, una varilla. Se retuerce en hélices. Algo que no pasa pasa. Duros los pezones huyen debajo de la manta. Estoy desnuda. Una lluvia torrencial, y todavía tengo más agua sucia. Espesor de cañas arrastradas por la crecida, restos; y lo que me queda de lo que se va hartándose debajo de la manta.

Si llegaras a ver sangre, diré que me he sentado sobre algún animal muerto.

de La granada.

***

Ella se los tiene que decir. (Yo). La tierra removida es visible des­de el aire. Una interrupción en la superficie de la hierba. Un cambio de color. Si sólo rascara a mano encontraría debajo de la tierra una zanja de norte a sur, de este a oeste. Escaleras en las paredes para bajar y calcular la edad según las puntas de las costillas, las clavículas y las sínfisis púbicas. Si midiera el fémur sabría acerca de la estatura.

Decir. ¿En qué idioma hablan las cosas?

Decir del hueso ilíaco que sobresale de eso que parece un hom­bre. Cerdos hocicando la tierra cenagosa. Decir cuando la mano se extiende hacia la voz. Toco la voz y es mía. Cuando alguien me habla (Felipe) es como si hubiera luz y yo toco la luz con la mano. Tu garganta, tu pecho. Un volumen de rumores en el interior (como si hubiera luz).

Es simple: Ella se los tiene que decir.

Un depósito de brazos atados a la espalda, tierra lisa color mar­rón sólo rascada a mano, y la falange del dedo gordo del pie más rolliza. Un manantial subterráneo que, al quitar la tierra, se convierte en agua burbujeando lentamente.

Hace frío y está oscuro. (Ella se los tiene que decir). Cuando me hablo es como si hubiera luz. Mezclo un vino caliente con azúcar y clavo de olor. Hablo de vos y de mí. Una a una me quito las enaguas. Hace frío (bebo el vino caliente con azúcar y clavo de olor). Hace frío, está oscuro. Me estiro para ver si mis pies llegan a los tuyos. Si mi vello con tu vello, ahí. Es simple, es justo, como si estuviéramos en la cama (del lecho de justicia). Lo suyo de cada cual; lo mío. Que me digas, es toda tuya.

¿Felipe, de quién son los cadáveres?

De Juana I.

***

Como la máquina de apretar el ganado. La res entra y asoma la cabeza. Entre los paneles que se acercan, se apoyan las manos y las rodillas. Un compresor de aire acciona la abertura para el cuello. La presión lateral disminuye lentamente; luego se incrementa evitando que me mueva, o que me caiga, o que me asfixie al quedar colgada. Doy vueltas y vueltas. Siento la oscilación de los ojos cuando el cuerpo recobra el equilibrio. Ahora soy esta mata de pelo entre tus manos, la tercera esposa del emperador Claudio. No por los siete años de terror, por el fuego. Por la manera de arder una ciudad en­tera. Por la disolución de un animal en mí que va y viene. O mejor, dos animales de frente y de perfil que parecen extrañarse en una ausencia de trama cuando no estás.

Qu e me aprietes.

Más.

No te muerdo las pestañas para reconocerte. Yo te elijo porque vos pagás. Pongo el oído sobre la madera carnosa de tus vellos y escucho un ruido como una guillotina de cortar papel. Tu pene así, como los bordes de los libros. Me acerco más y más y escucho. El metro es una longitud de medida calculada para el cuadrante del meridiano terrestre que pasa por París. Es una medida de ver­sos. Escucho cómo corta la máquina el borde de un volumen de seis caras. Un hexaedro. Yo no sabía que el litro es una capacidad equivalente a un décimo cúbico. Vos, un litro. Mientras escucho la turba

Este

                    es

                                 mi

                                                     cuerpo

que no para con nada con nada para.

de Cuando todo acabe todo acabará.

***

Le paso la mano como una madre a un niño. Él medio dormido, su sexo todavía tenso. Le paso la mano, un líquido terroso. Como un niño. Lo limpio. Él se sienta y se mira.

El esposo de mi abuela: canonizado. El hermano, la madre, la tía, el sobrino: canonizados.

¿Cómo será descender de los santos?

Sangrecita fresca y ningún olor. Flexibles. La piel tersa.

Desde el vientre, el hijo de mi abuela pregunta ¿quién es mi padre?

Y ella respondiendo:

No te hablaré de amor.

Todos los hombres nacidos entre los años 1880 y 1885 han de presentarse en la oficina de reclutamiento en las próximas cuarenta y ocho horas. Quien omita este deber será procesado.

¿Y eso qué quiere decir, Hovhannés? le preguntaba ella.

Entregaban una bandera otomana a los reclutas mientras tocaban fanfarrias ahogando el llanto de las mujeres.

Los animales carnívoros o extraños al hombre como las fieras salvajes, las serpientes, los peces, las aves de presa no eran inmoladas. Se escogía siempre los más dulces, los más inocentes, los que mayor relación tenían con el hombre por su instinto y sus costumbres.

Yo podría no amarte.

El reclutamiento, ¿qué es Hovhannés?

Señor, ten piedad. Una iglesia nacional. Danos a nuestro mundo libertad, y a los enfermos, cura. Señor, ten piedad, a todas las cosas tu santa trinidad. Señor, ten piedad. Una iglesia nacional cantaba a la patria, suplantaba los versos y decía: a mi patria amor y unidad.

Los animales carnívoros extraños al hombre no eran inmolados, se escogía siempre los más dulces.

¿Qué es el reclutamiento?

Podría

no

amarte.

de Infieles.

***

Voy a hacer dibujos en la pared con esta imagen. Voy a tallar la pared para que no salga, para que no venga desde África, desde Asia. Voy a decir que fue concebida en trece meses. No dejaré que el aire infle las cortinas. El dedo índice no se manchará de sangre. Inhala. Exhala. Es su respiración. Estoy subida a la tarima y este aire está dentro de mí. Regular y rítmico, óxido de orín en la estación de tren. Está. Miles de piezas dentarias partidas, miles de muelas tiradas, colmillos entre moscas en la plaza de Argel. Está. Es la promiscuidad de la regla, la repetición de lo que debe cumplir. Regular y rítmico. Está. Una toalla sobre la cabeza, un pañuelo. Una medida adentro. Un dedo, una medida. Una procesión de hombres riendo, una procesión de mujeres calzadas sin talón. Está. Espasmódico, convulsivo, arqueando el cuerpo. Aire caliente de pan cocido sobre la piedra. Aire de nicho. Está y quema. Ácido que corroe el papel. Habrá una mancha en su cara, en sus ojos. Y la mancha ya está en la foto, anunciada en el ácido del papel. Está y viene. Ya vendrá. Baja las escaleras a hurtadillas. Se para al costado de sus camas mientras duermen, los mira. Tengo tirones en las manos, tirones en los dedos. Espía sus pies sucios. Y ese olor despellejado mientras duermen y la cama que se ensancha. Duermen con tijeras en los labios, empastados en vibraciones negras de hachas, de martillos. Ellos tienen sueños maquinales. Y tubos como gargantas que roncan. Y besos babeantes. Se ponen boca abajo y cavan una zanja. Y me tocan con esa saliva que se les escurre de la boca. Me pongo en guardia. Un animal me azuza. Y aunque se sienten en jurado de tribunales, y traten de evitarla, se disfraza, cabalga hasta la frontera, cruza fuegos y sirenas. No será inocente. Los está mirando al costado de sus camas. Se arremanga. Me pongo de costado para que no me salpique. Retengo el aire, no los respiro. Una hoja con filo de un solo lado, una hoja inserta en mango crucífero. Y ahora. Y ahora por los escombros del vertedero gritando en otra lengua. Ahora por mí y por los niños apilados detrás de la tapia. Tiene las medias ceñidas. Por mí. Por la marejada de madres asfixiadas en el mismo llanto. Por mí. Ahora por mí, semen de espuma que se evapora y no llega y no me alcanza y no viene. Por mí. Se cruza de piernas, se tapa con el vestido negro. Sostiene la bolsa de Holofernes. Los está mirando al costado de sus camas, les clava la vista.

Y ellos duermen.

Yo espero el charco

de La mujer de ellos.

Ana Arzoumanian es poeta, traductora y ensayista; de formación abogada.
Ha publicado los libros de poesía: Labios, Debajo de la piedra, El ahogadero, Cuando todo acabe todo acabará, Káukasos, Del vodka hecho con moras; las novelas La mujer de ellos, Mar Negro; los relatos La granada, Mía, Juana I, Infieles; y los ensayos El depósito humano: una geografía de la desaparición; Hacer violencia, el régimen insurrecto en el arte.